Santiago de Cuba,

Protesta de Baraguá: reafirmación del amor a la independencia

13 March 2023 Escrito por  Jorge Wejebe Cobo

A inicios de 1878 escribió Máximo Gómez sobre el campo insurrecto en su Diario de Guerra: “Se nota una desmoralización completa y los ánimos todos están sobrecogidos; tanto por las operaciones constantes del enemigo como por la división de los cubanos”.

La Revolución estaba descabezada de sus órganos de dirección porque Tomás Estrada Palma, presidente de la República en Armas, fue detenido por una delación y su sustituto, Francisco Javier de Céspedes, renunció y Gómez lo hizo también como Secretario de la Guerra, mientras tomaba fuerza la tendencia capituladora entre no pocos jefes del centro y la propia región oriental.

Los antecedentes más inmediatos de esa situación pueden establecerse desde mediados de 1876, con la llegada a la Isla de Arsenio Martínez Campos como Capitán General, al mando de un refuerzo de 20 batallones de Infantería, caballería y artillería, junto a unidades de ingenieros y de telégrafos, con lo cual las fuerzas coloniales ascendían a más de 100 mil efectivos frente alrededor de ocho mil mambises.

Pese a ello, el jefe español no alcanzó mayor gloria en las batallas frente a los cubanos, ni en esa guerra ni en la contienda de 1895, ocasión en que fue enviado nuevamente al inicio de los combates.

Pero Martínez Campos era un jefe inteligente y hábil, que desde en España se ganó el mote de El Pastelero por su capacidad para los compromisos entre las facciones y las negociaciones, lo que también aplicó en Cuba ante la falta de recursos bélicos y avituallamiento de los cubanos, lo que combinó con propuestas de paz moderando las medidas represivas, pero con un incremento de operaciones militares.

Con su forma sibilina de actuar contactó a muchos jefes, la mayoría de origen acomodado que habían perdido sus bienes en la guerra, e hizo propuestas de paz, de integración a una sociedad colonial reformada con esperanzas de resarcimiento económico para la nación, pero sin independencia, ni abolición de la esclavitud, con lo que convenció a muchos ya cansados del conflicto bélico.

Las bases de un acuerdo quedaron estipuladas en Camagüey por un grupo de representantes mambises en febrero de 1878, aprobadas por el general Martínez Campos, y se dieron a conocer como el Pacto del Zanjón. El mando español consideró solo un trámite fácil a sus intereses informar los términos de los acuerdos a Antonio Maceo, el jefe más importante, y sus compañeros todavía en armas.

Seguro de su éxito y con las condiciones del Pacto en la alforja de su caballo emprendió el camino a Mangos de Baraguá, en el oriente de la Isla, para encontrarse con Maceo, el último de los principales insurrectos que era imprescindible sumar al tratado.

Martínez Campos, formado en la añeja y racista aristocracia militar colonial, no podía aquilatar la verdadera estatura histórica y moral de aquel mulato de origen humilde, que de soldado llegó a los más altos cargos a fuerza de valentía e inteligencia y que ese día, 15 de marzo de 1878, le arruinaría los planes de salvar el colonialismo en Cuba.

Para el jefe español, todo se reducía a impresionar con su discurso a su interlocutor, reconocer su sacrificio, pero calificarlo como inútil y enaltecer una paz digna con España a cambio de dudosas promesas de reformas, y finalmente desplegar el documento con las condiciones del Pacto del Zanjón listo para que fuera firmado.

Maceo trastocó el guión del hispano y sin esperar por más formalidades le comunicó el desacuerdo con el tratado y la decisión de seguir la guerra, porque no establecía la independencia de Cuba ni la abolición de la esclavitud.

El Capitán General se vio desconcertado ante tal actitud, que evidentemente no estaba en sus planes, y lo único que se acordó en la entrevista fue el reinicio de las hostilidades en un plazo de ocho días para que las tropas pudieran regresar a sus respectivos territorios.

La tensión del momento se rompió cuando el capitán cubano Fulgencio Duarte exclamó: “¡Muchachos, el 23 se rompe el corojo!”, mientras que Martínez Campos espoleó su caballo y partió a galope del lugar.

A pesar de que Maceo y sus compañeros tenían escasas posibilidades de seguir las operaciones militares, dejó bien claro que los verdaderos patriotas no renunciarían al ideal independentista por el que habían luchado 10 años.

El Titán de Bronce con su hazaña salvó la Revolución de aquella trampa de paz espuria, e hizo posible la ”tregua fecunda” que siguió a 1878, en la cual José Martí junto a los fogueados jefes insurrectos preparó y llevó a cabo la Guerra Necesaria de 1895-1898.

Martí calificó la Protesta de Baraguá como “de lo más glorioso de nuestra historia” y hoy se reconoce como ejemplo de resistencia e intransigencia revolucionaria.

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