Desde hace días, el Oriente cubano se transforma. Las calles -casi siempre llenas del bullicio de niños jugando- hoy son espacios vacíos. Los parques permanecen desolados. Solo el viento y la lluvia, cada vez más insistentes, se pasean recordándonos lo que se acerca.
En un casa del poblado de Los Negros -en el municipio de Contramaestre-, una mujer de unos sesenta años me muestra cómo ha guardado sus fotografías familiares en un “cubalce”. “Esto es lo que no se puede reemplazar”, dijo. Como ella, miles protegen no solo sus bienes materiales -ese televisor que costó años de ahorro, esas sillas que fueron de la abuela- sino sus memorias, sus historias, los objetos que contienen fragmentos de sus vidas.
La gente compra “lo poco que hay”, como me comentó mi tía Leonor hace unas horas cuando vino a mi casa para saber cómo estábamos. Hay pánico, pero también determinación. Saben el protocolo: alimentos, velas, agua, medicamentos. Pero ningún protocolo oficial enseña a guardar la calma cuando el corazón late con fuerza ante cada parte meteorológico.
“Que no haga mucho el ciclón”, es la petición que se repite en voz baja, entre susurros cargados de esperanza y temor. Los santos, la Virgen de la Caridad del Cobre, los orishas -según la fe de cada cual- reciben estas súplicas en una región donde la espiritualidad es tan fuerte como los vientos que se avecinan.
“Le he pedido a la Virgen de la Caridad que nos proteja, como siempre lo ha hecho”, dice Niurka, otra de mis tías. La fe se convierte en estos momentos en otro tipo de evacuación: un refugio espiritual ante la fuerza material del huracán.
Los más pequeños perciben la tensión aunque no comprendan completamente su magnitud. Sus juguetes están guardados, sus risas contenidas. Los padres intentan mantener la normalidad dentro de hogares que se han convertido en fortalezas improvisadas.
“Lo más importante es preservar la vida”, han repetido nuestras máximas autoridades hasta el cansancio. Y la gente ha internalizado el mensaje. En los centros de evacuación, aunque hay preocupación, prevalece el sentimiento de todo un pueblo. Vecinos que apenas se saludaban regularmente comparten ahora agua, alimentos y palabras de aliento.
Cuando pasa esto, recordamos que lo material viene y va, pero lo que realmente importa está latiendo en nuestros pechos y en los de nuestros seres queridos.
Ahora, mientras Melissa azota Jamaica y se acerca a Cuba, la gente espera. Espera con las radios y televisores encendidos -mientras haya electricidad-, escuchando los partes del Instituto de Meteorología. Espera mirando por las rendijas cómo los árboles se inclinan bajo la fuerza del viento que crece gradualmente.
Hay miedo ¿quién podría negarlo?, pero también hay una resiliencia cultivada por años. Hay memoria histórica de otros ciclones, de otros momentos en que Cuba ha tenido que arreciar para luego renacer.
En estas horas, mientras Melissa se acerca, un pueblo entero contiene la respiración. No es derrotismo lo que se siente en el ambiente, sino esa mezcla de aprensión y fortaleza que caracteriza a quienes saben que, sin importar la fuerza del viento, la vida siempre encontrará la manera de abrirse paso.