Bajo consignas como “Rage against the regime” -en español: Rabia contra el régimen-, miles de ciudadanos han salido a las calles para rechazar las políticas migratorias represivas, los recortes a programas sociales, la complicidad con el genocidio en la Franja de Gaza y el autoritarismo creciente que caracteriza a esta administración.
Lo que comenzó como un movimiento espontáneo tras las elecciones de 2024 se ha convertido en una fuerza descentralizada pero coordinada, articulada a través de redes como 50501 -50 protestas, 50 estados, un movimiento-. Esta estrategia refleja la diversidad geográfica de la resistencia, y la profundidad del rechazo a un gobierno que, en lugar de garantizar derechos, ha impulsado medidas contrarias a los intereses del pueblo trabajador.
Las pancartas con mensajes como “Ningún ser humano es ilegal” o “No reyes, no fascistas, no Trump” dejan claro que la batalla ideológica en Estados Unidos es, cada vez más, un enfrentamiento entre la democracia real y el autoritarismo plutocrático.
Pero las protestas no se limitan a las calles. El ámbito académico también está bajo fuego.
La reciente denuncia del historiador Rashid Khalidi, quien renunció a la Universidad de Columbia por su capitulación ante las presiones del gobierno, evidencia cómo la represión se extiende hacia las libertades intelectuales.
Columbia, una de las instituciones más prestigiosas del país, aceptó someterse a un “monitoreo” político a cambio de evitar sanciones mayores, un precedente peligroso que recuerda los peores tiempos del macartismo. Si hasta las universidades, tradicionales bastiones del pensamiento crítico, están siendo disciplinadas, ¿qué espacio queda para la disidencia en el llamado “país de la libertad”?
Este movimiento de resistencia, sin embargo, no es homogéneo. Agrupa a sindicatos de maestros, colectivos migrantes, activistas antiguerra, científicos y artistas, entre otros, mostrando que el descontento atraviesa múltiples sectores. Pero también enfrenta desafíos: la represión policial, la criminalización de la protesta y la manipulación mediática que intenta minimizar su impacto.
Aun así, la persistencia de las movilizaciones -con jornadas nacionales que han llevado a millones a las calles desde febrero- demuestra que, pese a la maquinaria de poder de Trump, hay un pueblo dispuesto a defender sus derechos.
Desde Cuba, donde conocemos bien el costo de resistir frente a un imperio, estas protestas confirman una verdad incómoda para Washington: ni el poder económico ni la represión pueden silenciar indefinidamente las demandas populares.
La solidaridad con las luchas sociales dentro de Estados Unidos es más que un principio revolucionario, es un ejemplo de que los pueblos, cuando despiertan, son imparables. Mientras Trump insiste en gobernar para las élites, las calles le responden con una sola voz: “No vencerán”.