A sus 28 años, este joven santiaguero, -de voz gruesa y sonrisa fácil- nunca imaginó que los cigarrillos que fumaba desde la adolescencia, aquellos que creía compañeros inofensivos de sus noches de fiesta en los bares de la ciudad, se convertirían en su sentencia.
Todo comenzó con una tos persistente, un detalle a veces insignificante -pero no fue este el caso- en la vida de un hombre joven, que acude al gimnasio, acostumbrado a ignorar las señales de su cuerpo.
“Pensé que era el polvo de la ciudad, el estrés, los baños bajo aguaceros, cualquier cosa menos esto”, confesó, mientras sus dedos acariciaban nerviosos el borde de la mesa. Sus ojos, sin embargo, delataban el miedo que las palabras no logran expresar. El diagnóstico llegó tarde: el tumor, agresivo, ya había comenzado a extenderse. “Si hubiera sabido…”, murmura, dejando la frase en el aire, incompleta, como tantos de sus sueños.
Alejandro no quiere ser un número más en las estadísticas. Pide anonimato porque, aunque sabe que su historia podría ayudar a otros, aún lucha contra la culpa, contra los “¿por qué no dejé esto antes?”.
Su familia -una madre que llora en secreto, una esposa que lo mira con impotencia y una pequeña de dos años de edad- ha sido su sostén, pero también su mayor dolor: “Ver sufrir a mi mamá, a mi esposa, y pensar que quizás no pueda ver a mi hija crecer, es peor que el dolor físico”, dijo.
Los tratamientos son agotadores. La quimioterapia lo debilita, pero no su fuerza interior. Entre sesiones, recuerda su vida antes de la enfermedad: los tiempos de estudiante en la Universidad de Oriente, las risas compartidas en el malecón, las salidas entre compañeros a las fiestas. Ahora, cada respiro es un triunfo. “Aprendí demasiado tarde que la vida no es solo vivir, sino cuidar lo que te permite vivirla”, comentó, con una lucidez que duele.
A veces, cierra los ojos y se imagina caminando por la playa, sintiendo el viento, libre. Pero al abrirlos, la realidad lo golpea: un futuro que se desvanece como el humo de sus cigarrillos.
“Al principio fumaba por caer bien en el grupo de amigos, luego para calmarme, para pensar, y se convirtió en un vicio que es imposible dejar. Quise hacerlo, pero no pude, fue más fuerte que yo”, expresó.
Él sabe que el reloj no se detiene. Lo que más le duele no es la enfermedad, sino todo lo que podría perderse: los abrazos de su madre, los besos de su pequeña y su crecimiento, el amor de su compañera de vida. “El cáncer no solo mata el cuerpo, también mata los sueños”.
Fue complicado convencerlo para que contase su historia, pero lo que lo motivó fue que así estaría dando un mensaje a los jóvenes que subestiman el peligro del cigarro. “No crean que a ustedes no les pasará. El cáncer no elige, llega sin avisar”.
Mientras la ciudad más hospitalaria de la Isla, vive unos meses intensos de verano, Alejandro enciende un cigarro imaginario entre sus dedos y lo apaga con un suspiro. Esta vez, no hay humo. Solo el silencio, testigo de una batalla que, contra todo pronóstico, aún no termina.