Santiago de Cuba,

Los dibujos animados de mi infancia

12 August 2025 Escrito por  David Alejandro Medina Cabrales, estudiante de Periodismo

Nací en mayo del 2005, en una Cuba muy distinta a la de mis padres, pero aún así crecí bajo el hechizo de aquellos dibujos animados que trascendieron generaciones. Aunque mi infancia coincidió con el auge de la tecnología, en mi casa seguíamos viendo las aventuras de Elpidio Valdés, ese mambí valiente creado por Juan Padrón. Mis padres me contaban que en su época, esperaban ansiosos la tanda de las seis de la tarde para ver los “muñequitos”.

Aunque no viví la época dorada de los dibujos animados cubanos, recuerdo especialmente las risas que compartíamos en familia cuando Elpidio se metía en líos con los españoles y como siempre burlaba a Cortico, o cuando Marcolina -de la Sombrilla Amarilla- cantaba aquellas inolvidables canciones, y cómo no recordar su icónica frase “Hogar, dulce hogar ”.

Es curioso como a pesar de los años, el humor de Padrón seguía intacto, parecía que el tiempo no hubiera pasado para esos trazos que, aunque sencillos, estaban llenos de vida y de Cuba.

Pero no solo lo nacional marcó mi infancia. A través de internet, descubrí los “muñequitos rusos” que tanto traumatizaron -y enamoraron- a mis padres.
“Cheburashka”, “Fantito” y “El rinoceronte Naricita” llegaron a mí con su melancolía característica, esas historias que, según mi madre, “no eran para niños sensibles”. Aún así, me fascinaban. ¿Cómo algo tan triste podía ser tan hermoso? Ahora entiendo que eran ventanas a un mundo que ya no existía, pero que seguía vivo en la memoria de quienes los vieron.

Hoy, al buscar en redes sociales, veo como mi generación también ha empezado a rescatar esos dibujos. En grupos de Facebook, muchachos como yo comparten memes de Elpidio Valdés o frases de “Vampiros en La Habana”, mezclando nostalgia con humor.

Es como si en medio de tanta globalización, necesitáramos aferrarnos a algo que nos recordara quiénes somos, dónde estamos y hacia dónde vamos. Porque, al final, esos dibujos no eran solo entretenimiento, eran pedazos de nuestra cultura, de nuestra manera de ver el mundo.

La muerte de Juan Padrón en 2020 me hizo entender que algo se había perdido para siempre. Aunque nunca lo conocí, sentí que había perdido un pedazo de mi infancia. Por suerte, su legado sigue vivo.

Hace poco, en un evento organizado por la Casa Editora Abril, vi a niños pequeños riendo con las mismas historias que yo amé. Fue un momento mágico, el tiempo se había detenido y todas las generaciones nos unimos en una sola risa.

Ahora, cuando veo a muchos pequeños absortos en sus tablets y celulares, no puedo evitar preguntarme si tendrán algo que los marque tanto como a mí me marcaron esos dibujos. Porque, más allá de la calidad técnica o los efectos especiales, lo que hace grande a una animación es su capacidad de quedarse en el corazón. Y eso, sin duda, lo lograron Padrón y su equipo. Sus personajes no solo nos hicieron reír o llorar; nos enseñaron a ser cubanos, a amar nuestra historia y a no tomar la vida demasiado en serio.

Hoy, cada vez que puedo, vuelvo a ver esos dibujos. Ya no en la televisión, sino en plataformas digitales que los han rescatado del olvido. Y aunque el mundo haya cambiado, aunque ahora todo sea más rápido y efímero, esas historias siguen ahí, esperándome, recordándome que, en algún lugar de mi memoria, sigue vivo aquel niño que soñaba con ser como Elpidio Valdés o reír con los vampiros de Padrón. Porque, al final, los dibujos animados son para el niño que todos llevamos dentro.

Quizás algún día, cuando tenga hijos, los sentaré frente a la pantalla y les mostraré estos tesoros. No sé si les gustarán, pero al menos intentaré que conozcan ese pedazo de Cuba que, gracias a la magia de la animación, ha logrado sobrevivir al paso del tiempo.

Porque, como decía un conocido, “lo que de verdad importa no es cómo lo ves, sino cómo lo recuerdas”. Y yo, sin duda, los recuerdo con amor.

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