El torbellino maravilloso del nuevo proceso social cambió las reglas del juego, al permitir que los cubanos se educaran e instruyeran. En ese camino, constituía premisa cardinal que conocieran las distintas manifestaciones del arte y, para concretarlo, resultaba necesaria la creación de entes o instituciones que respaldaran sus proyectos, financiación y líneas de desarrollo.
A través de la fundación del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (Icaic), bajo la dirección de Alfredo Guevara, surge en el mismo 1959 la posibilidad de crear en la Isla un cine entendido como el más poderoso y masivo medio de expresión artística, como el más directo y extendido vehículo de educación y amplificación de las ideas.
Gracias al Icaic, con mucha fuerza despegaron, prácticamente al unísono, el cine documental y el de ficción. Fue esa década inicial de los 60 un escenario especial, tanto en lo cualitativo como en lo productivo, para la naciente pantalla revolucionaria.
El cine nacional del decenio conoció la potencia creativa (resultó el más descollante momento autoral de ambas carreras) de dos maestros del séptimo arte, no solo a escala patria, sino además universal, como Humberto Solás y Tomás Gutiérrez Alea, quienes en la década hicieron germinar esas dos inmarcesibles piezas tituladas Lucía y Memorias del subdesarrollo.
De entonces a la actualidad, la pantalla criolla se enriqueció, y lo sigue haciendo en permanente evolución, gracias a la obra de creadores esenciales como Julio García Espinosa, Santiago Álvarez, Manuel Octavio Gómez, Sara Gómez, Sergio Giral, Manuel Pérez, Octavio Cortázar, Pastor Vega, Juan Padrón, Enrique Pineda Barnet, Juan Carlos Tabío y Fernando Pérez, entre otros muchos.
El cine cubano del siglo XXI recibiría la sangre fresca de nuevos realizadores, con inéditos derroteros temático-genéricos. No obstante sus limitaciones económicas y algunos títulos estrenados sin mucho sentido artístico ni incluso comercial, en cuanto va de siglo la pantalla cubana ha gestado una producción de relieve, marcada por la apertura a nuevos escenarios argumentales, la luz verde a flamantes proyectos y la materialización de valiosas ideas.
Cuba Libre (Jorge Luis Sánchez, 2015) e Inocencia (Alejandro Gil, 2018) han sido las dos mejores expresiones, en la centuria, de un cine histórico de sólida factura, en torno a hechos de sumo relieve en nuestro pasado, visibilizados fílmicamente a las nuevas generaciones por obra de relatos muy bien planteados. Es un género que precisa continuar filmándose.
A su gloriosa historia, el cine cubano –verdadera conquista de la Revolución Cubana; como lo es, por supuesto, el Icaic, su pilar y sostén fundamental– todavía tiene por añadir un gran porvenir.