Aquellas líneas siempre iban cargadas de nostalgia, de historias a medias, y sobre todas las cosas, significaban que estaba vivo. Mi abuela lloraba, no se sabe si de alegría o de tristeza por no saber cuándo recibiría otra -si la habría-; lo cierto es que sus lágrimas mojaban una vez más el papel que ya mostraba las manchas de las derramadas por el remitente.
Han pasado más de tres décadas y mi abuelita aún conserva en su caja de galletas una veintena de cartas de su amado hijo, al que tuvo la suerte de volver a abrazar; aquellas líneas continúan guardadas como un tesoro y reviven de vez en vez, la tristeza de esos interminables dos años.
Cuenta la anciana que, además de la correspondencia, solo la llegada del cartero amenizaba sus días; con él la esperanza, la satisfacción de nuevas noticias, de sentir a su primogénito un poquito más cerca; leerlas era como si estuviera escuchando su voz.
Pasaron los años y con el implacable tiempo, llegó el adelanto tecnológico; prevalecen los mensajes de texto por Messenger, por Whatsapp; sin embargo, hay que reconocer que el cartero sigue siendo la persona esperada, pues nos lleva una que otra carta, el periódico y cobra algunos servicios.
Este 10 de febrero, Cuba los reconoció en su día.