El Día Internacional de la Enfermería, instituido en honor al natalicio de Florence Nightingale, tiene en Cuba un sello particular. Aquí, donde el sistema de salud es pilar social, las enfermeras no solo son técnicias, sino también guardianas de humanidad. Mi mamá lo sabe bien: en los pasillos de los hospitales, entre el olor a antiséptico y el murmullo de las sábanas, ellas son las primeras en tender una sonrisa, en improvisar un chiste para aliviar la tensión o en quedarse horas extras porque "un paciente no puede quedarse solo".
Este año, la efeméride llega en un contexto desafiante. Las enfermeras cubanas, formadas en escuelas gratuitas pero enfrentadas a carencias materiales, siguen siendo el rostro más cercano de la medicina en barrios rurales, salas de maternidad y misiones internacionalistas. En los policlínicos celebran con un acto sencillo: una rosa, un poema y un discurso, reconocimiento tácito de que, sin ellas, el sistema se desmoronaría.
Al final, quizás esa sea la paradoja que mi mamá atesora: la mujer que la acompañó en el parto se borró de su memoria como nombre, pero permanece como símbolo. Hoy, cuando Cuba saluda a sus enfermeras, no solo honra a las que portan jeringuillas, sino a las que convierten la ciencia en consuelo, a las que —en palabras de José Martí— "sirven con lágrimas en los ojos y fuerza en las manos". Porque en esta isla, donde la vida suele ser cuesta arriba, nadie comprende mejor el arte de sanar que quienes lo hacen, casi siempre, sin esperar que alguien las recuerde.