Fidel fue, ante todo, un hombre de su tiempo y, a la vez, un visionario que desafió los límites de lo posible. Su liderazgo no se midió solo en discursos encendidos o en batallas, sino en la capacidad de convertir la utopía en realidad, de sembrar escuelas donde antes había ignorancia, de levantar hospitales donde antes solo había desamparo. Su voz, grave y firme, no era solo la de un estadista, sino la de un pedagogo incansable que enseñó a Cuba y al mundo que la dignidad no se negocia.
En estos días, cuando las nuevas generaciones -de la que soy parte- caminan con sus propios sueños y desafíos, es inevitable recordar aquella frase suya: “(...) Creer en la juventud es ver en la juventud la mejor materia prima de la patria, la mejor materia prima de la juventud, de la Revolución (...)”.
Fidel confió siempre en el poder transformador de los pinos nuevos -como llamó el Apóstol a los más jóvenes-, en su capacidad para defender lo conquistado y construir lo que falta. Hoy, cuando vemos a miles de jóvenes aportando en todos los ámbitos de la sociedad, comprometidos con su Patria y su profesión, entendemos que su confianza no fue en vano.
Pero ese hombre inmenso -que hoy descansa en el Cementerio Patrimonial Santa Ifigenia, de nuestra heroica ciudad de Santiago de Cuba - no fue un símbolo. Era un hombre de contradicciones y pasiones, de aciertos y errores, como todos los grandes personajes de la historia.
Lo que lo distinguió fue su convicción de que cada tropiezo era una lección, y cada victoria, un peldaño. Su crítica más feroz no era para los demás, sino para sí mismo, para la Revolución que lideró, a la que exigía perfección en medio de un mundo imperfecto.
Me pregunto entonces ¿cuánto le debe esta Isla a hombres como Fidel?. No por nostalgia, sino porque su ejemplo sigue siendo brújula en tiempos de incertidumbre. Como él, debemos aprender a discutir sin rencores, a amar sin condiciones y a luchar sin descanso. Porque, al final, como bien sabía el Comandante, la felicidad no es un regalo, sino una conquista.
Hoy, cuando su voz física ya no nos acompaña, su pensamiento sigue siendo esa “recarga” necesaria para no perder el rumbo, para seguir adelante, para no darse por vencidos. Falta que nos hace.