Sudados, ansiosos y con aparente agotamiento, alrededor del mediodía llegaron los operarios de la campaña: los fumigadores. Con sus mochilas a la espalda recorrieron escaleras, entraron a casas y apartamentos y dejaron que el humo de sus ruidosas y ardientes máquinas se expandiera por cada rincón, cumpliendo así una cita impostergable con la salud de la comunidad.
En Santiago de Cuba los mosquitos se pudieran contar por millones, en varias de las especies, entre ellas el casi invisible jején, capaz de provocar ardor, dolor, ansiedad y una sensación de impotencia en quienes sufren sus picaduras silenciosas; pero el más temido, el más dañino, el más odiado, es el Aedes Aegypti, causante de varias enfermedades crueles como el dengue y el Chikungunya, que pueden llegar a ser mortales.
La fumigación es solo una parte del tratamiento: elimina al mosquito adulto, sí, pero necesita ser sistemática y combinarse con otras acciones como el control de las larvas en los depósitos de agua y la eliminación de vertederos de basuras y otros focos insalubres donde prosperan los criaderos. Sin estas acciones, el problema de la trasmisión de enfermedades generadas por el mosquito, nunca se se podrán cortar de raíz.
A este panorama se suma la escasez de medicamentos, tanto en farmacias como en centros asistenciales, así como diagnósticos en ocasiones apresurados o imprecisos y la inestabilidad de algunos profesionales también afectados por la epidemia.
Frente a este escenario complejo, la fumigación vuelve a convertirse en un respiro esperado, un recordatorio de que la batalla contra el mosquito, aunque difícil, requiere constancia, organización y el compromiso de todos. Solo así podrá la comunidad avanzar hacia un entorno más seguro y saludable.