Estremecidos por la presencia de su estandarte, algunos habaneros le pidieron proteger a un pueblo «libre, virtuoso, fuerte»; mas el país fue invadido por una mezcla de confusión, incertidumbre y aflicción, y no pocos sintieron amargura o rabia. Cuán caro habían costado las caídas en combate de José Martí y Antonio Maceo para los fines de una nación que fue capaz de derrotar, a pie y descalza, al obcecado imperio español.
Ya nada podía hacerse, al menos por el momento.
Disuelto el Partido Revolucionario Cubano, en diciembre de 1898, y quebrantada la unidad revolucionaria; desamparados a su suerte la mayor parte de los combatientes del Ejército Libertador desde el momento mismo en que se rindieron las fuerzas españolas; disuelta la Asamblea del Cerro por contradicciones que no supo o no pudo resolver; marginadas las cubanas con edad para el voto, muchas de ellas con un desempeño protagónico en las gestas independentistas; una población mayormente analfabeta sin posibilidad de intervenir con efectividad en el debate político tras su abandono por la élite intelectual, y la economía en ruinas, fueron escenarios aprovechados y construidos por EE. UU. para recoger su fruta madura, o madurada.
Desde aquel día se hicieron comunes tragedias cotidianas con desenlaces fatales. En 1906 fue asesinado por el ejército republicano, sin conmiseración ninguna, a machetazos, el general Quintín Banderas, quien en la miseria se enroló en la Guerrita de Agosto. Pobre y sin pensión murió Canducha, portadora de la bandera mambisa con la que nuestros primeros independentistas tomaron Bayamo, en 1868, e hija de Perucho Figueredo, autor del Himno Nacional. Ciega y desamparada agonizó Paulina Pedroso, la madre negra del Apóstol, a quien tanto ayudó en Tampa y Cayo Hueso, a pesar de que varios emigrados enviaron un Proyecto de Ley al presidente Estrada Palma para votar un crédito por 3 000 pesos, que donarían a la veterana. La petición fue engavetada.
CÓMO COMENZÓ LA HISTORIA
Tras el Tratado de París, en 1783, que proclamó la independencia de las Trece Colonias de Norteamérica, los vencedores establecieron una Unión para la cual la expansión económica se convirtió en prioridad de orden estratégico.
El 28 de abril de 1823, John Quincy Adams, secretario de Estado del presidente Monroe y su sucesor en el ejecutivo, escribió: «es imposible resistir la convicción de que la anexión de Cuba a nuestra República Federal será indispensable para la continuación de la Unión y el mantenimiento de su integridad»; pero como no considera oportuno actuar aún, diseña su teoría de la «fruta madura», asegurando que, cuando la Isla se separara de España, no podría sostenerse por sí misma, y gravitaría hacia la Unión, «exclusivamente».
El 2 de diciembre de 1823, en su discurso anual ante la Unión, el Presidente expondría la estrategia de dominación regional que pasaría a la historia como: la Doctrina Monroe.
Las relaciones económicas de Cuba con EE. UU. habían comenzado en el siglo xviii, cuando los sacarócratas criollos, apoyados por España, ayudaron a los independentistas norteamericanos a financiar la guerra mediante un comercio que, progresivamente, se fue consolidando; pero no es hasta 1831 cuando más de la tercera parte de nuestro intercambio de bienes se comienza a desarrollar con el vecino del Norte.
En la década de 1870, EE. UU. consuma la anexión económica de la Isla, cuando el retraso tecnológico de la manufactura azucarera de Cuba y el acelerado desarrollo industrial estadounidense permitieron a los refinadores yanquis obtener la Sugar Act de 1871, que propició la dependencia cubana a ese mercado, que en 1880 situaba el 94 % del crudo. Para 1886, los norteamericanos también absorbían el 85 % de la producción minera cubana, y el comercio bilateral registraba un cuarto del total de su comercio exterior. En 1895 sus empresas tienen unos 50 millones de dólares invertidos en la lsla, y los magnates azucareros presionan a Washington para hacer valer sus «derechos».
UNA INTERVENCIÓN ESPERADA
En 1897, Theodore Roosevelt, entonces subsecretario de Marina y posteriormente presidente (1901-1909), escribió a un amigo: «En estricta confidencia, agradecería cualquier guerra, pues creo que este país necesita una».
A inicios de 1898, la derrota de España era cuestión de tiempo. El Ejército Libertador dominaba el teatro de operaciones militares y las tropas españolas estaban agotadas física y moralmente. El Jefe del Estado Mayor de la Escuadra Naval hispana sacrificada en Santiago de Cuba, escribiría años después: «Aunque los escritores norteamericanos pretendan negarlo, la insurrección de Cuba había terminado la guerra y la Isla no era ya nuestra, como dijo el almirante Cervera en la carta del 26 de febrero de 1898».
Aprovechando la coyuntura con fines expansionistas, el 29 de marzo el presidente McKinley exige a Madrid cesar las hostilidades y, 12 días después, el Congreso le aprueba intervenir en la guerra mediante la Resolución Conjunta, en la que se establece que Cuba «debe ser libre»; se ordena al Presidente «usar las fuerzas militares y navales», y se declara la determinación «de dejar el gobierno y dominio de la isla a su pueblo», luego de pacificada. El Gobierno de la República en Armas interpretó esta ley como un reconocimiento de la nación cubana por EE. UU., y ordena a los jefes mambises dar toda su colaboración al ejército estadounidense en sus operaciones contra España.
Lamentablemente, los jefes cubanos no pudieron acceder a la carta en la que el Subsecretario de Guerra yanqui le instruye al Jefe del Contingente de ocupación:
«Cuba con un territorio mayor, tiene una población mayor que Puerto Rico. Esta consiste en blancos, negros, asiáticos y sus mezclas. (…) la inmediata anexión de estos elementos a nuestra propia federación sería una locura y antes de hacerlo debemos limpiar el país aun cuando eso sea por la aplicación de los mismos métodos que fueron aplicados por la Divina Providencia en las ciudades de Sodoma y Gomorra. Debemos destruir todo lo que esté dentro del radio de acción de nuestros cañones. Debemos concentrar el bloqueo de modo que el hambre y su eterna compañera, la peste, minen a la población civil y diezmen al ejército cubano. (…) debemos crear dificultades al gobierno independiente, y estas y la falta de medios para cumplir con nuestras demandas y las obligaciones creadas por nosotros, los gastos de guerra y la organización del nuevo país, tendrán que ser confrontadas por ellos (…). Resumiendo: nuestra política debe ser siempre apoyar al más débil contra el más fuerte hasta que hayamos obtenido el exterminio de ambos a fin de anexarnos la Perla de la Antillas».
España capituló el 12 de agosto de 1898, el 10 diciembre se firmó el Tratado de París y el 1ro. de enero de 1899 fue izada la bandera estadounidense. Con profundo pesar, el General Gómez expresó: «Tristes se han ido ellos y tristes hemos quedado nosotros, porque un poder extranjero los ha sustituido. (…) los americanos han amargado con su tutela, impuesta por la fuerza, la alegría de los cubanos vencedores».
Luego de más de tres años de ocupación, EE. UU. «autoriza» a Cuba un Gobierno propio (solo tuvo derecho al voto el 19,4 % de la población en edad electoral; pero bajo amenaza de prolongar indefinidamente la ocupación, impone una enmienda que deja claro su título de propiedad sobre la Isla: la Enmienda Platt, que entre otros aspectos dispuso:
Artículo 1ro. El Gobierno de Cuba nunca celebrará con ningún poder o poderes extranjeros ningún tratado o pacto (...)
Artículo 2do. El Gobierno de Cuba consiente en que los EE. UU. puedan ejercer el derecho de intervenir para la preservación de la independencia de Cuba (...)
Artículo 7mo. Para poner en condiciones a los EE. UU. de mantener la independencia de Cuba, y proteger al pueblo de la misma, así como para su propia defensa, el Gobierno de Cuba venderá y/o arrendará a los EE. UU. las tierras necesarias para carboneras o estaciones navales (...)
El desprecio del interventor Wood hacia los patriotas cubanos quedaría reflejado en una carta en la que le informa al presidente Roosevelt sobre las protestas contra la Enmienda Platt: «Ellos son los agitadores de la convención conducidos por un negrito de nombre Juan Gualberto Gómez, de hedionda reputación tanto moral como política (…) cree que él puede forzar la discusión hasta que nosotros nos retractemos.
En poco tiempo, EE. UU. controlaría casi toda la economía cubana. Al dominio sobre el azúcar y los minerales se sumó el control del 90 % de las exportaciones de tabaco torcido. En 1905, unos 13 000 colonos norteamericanos habían adquirido tierras en Cuba, valoradas en 50 millones de dólares, y ya en 1920 las inversiones estadounidenses se calculaban en más de mil millones de dólares. La banca penetraría por la vía de los empréstitos, en 1925 los bancos cubanos apenas tenían en sus bóvedas el 22,4 % de los depósitos de la nación, y habían facilitado solo el 10,2 % de los préstamos; el resto estaba bajo control de las sucursales norteamericanas, fundamentalmente.
A la imposición de una Enmienda constitucional humillante, las intervenciones militares, los empréstitos de extorsión y el dominio de las riquezas del país les acompañó el control de los medios de comunicación. No faltaron intelectuales que, junto a una burguesía rendida y desnacionalizada, contribuyeron a promover la penetración cultural e intentaron preparar la conciencia nacional para la anexión.
La trágica historia terminaría el 1ro. de enero de 1959, con el triunfo de la Revolución. Ese día, en el parque Céspedes de Santiago de Cuba, Fidel Castro expresó:
«La República no fue libre en 1895 y el sueño de los mambises se frustró a última hora (…) Podemos decir con júbilo que en los cuatro siglos de fundada nuestra nación, por primera vez seremos enteramente libres y la obra de los mambises se cumplirá (…) el pensamiento de aquellas proezas de nuestras guerras de independencia, la idea de que aquellos hombres hubiesen luchado durante 30 años para no ver logrados sus sueños porque la república se frustrara (…) Veía revivir aquellos hombres con sus sacrificios (…) pensaba en sus sueños y sus ilusiones (…) y pensé que esta generación cubana ha de rendir y ha rendido ya el más fervoroso tributo de reconocimiento y de lealtad a los héroes de nuestra independencia. Los hombres que cayeron en nuestras tres guerras de independencia juntan hoy su esfuerzo con los hombres que han caído en esta guerra, y a todos nuestros muertos en las luchas por la libertad podemos decirles que por fin ha llegado la hora en que sus sueños se cumplan».