Amigos míos, ésta es la manera en que presto juramento para afirmar que Manuel Romero Gascó, el autor de la novela Tornados de Piedralisa, nada tiene que ver, absolutamente nada, y de veras que nada, con aquellos que dicen lo que dicen. En todo caso, baste recordar que el archiconocido Gascó es un mago… ¿de las palabras?
Confieso que durante la lectura del manuscrito (privilegio que tuve) y ahora del libro, traté por todos los medios de tomar distancia posible de sus asuntos, ser imparcial. Pero, también confieso que mi intención naufragó a orillas de la presa “Protesta de Baraguá”. Es que estoy no sólo implicado, sino muy involucrado entre las 247 páginas de este volumen, como también les aseguro que todos Uds. quedarán prendados por las aguas de esta presa tan pronto la beban y no podrán salir del poblado ni con la ayuda de uno de sus tornados. Y que conste: hasta aquí comento acerca de un tipo de tornado, ése que nos lleva por los aires del tiempo, pues existe (aún) en Miranda -hoy Mella- otra especie de tornado que, definitivamente, es el más dañino y sólo lo describiré casi al final de estas líneas.
Entre vapores dulzones y pitazos de trenes, Gascó ha tomado las chimeneas del central azucarero y las ha humedecido de tinta para escribir. Digo más, entre acentos biográficos, testimoniales, de historias de vida, crónicas, epístolas y ficción literaria, este creador nos ofrece un texto polifónico, donde cada capítulo es capaz de funcionar por sí solo hasta un cierto nivel de independencia, pues, a la vez, precisa interactuar con sus semejantes para relatar una historia orgánica, en tanto resultado inmediato de una sinergia en la secuencia narrativa de la novela. Digámoslo de una forma más gráfica, Gascó con el presente título acaba de obsequiarnos una caja china como técnica literaria, desde sus comienzos hasta sus finales, algo así como un sombrero chistera donde introduce su mano para mostrarnos un tornado… Qué coincidencia con sus oficios de mago!!!
El trazado de los personajes -que son muchos- aparece sin sobrecargas, en todo caso, mucha sencillez y frescura en la caracterización. Vienen, van y componen un mosaico sico-sociológico que muy bien identifica a los escenarios del pueblo en cuestión, pero, mucho más, desde el comportamiento y accionar, pues el texto se mantiene en constante movimiento; incluso, hasta como las propias ráfagas de un tornado. Y, por supuesto, afloran las miserias de esta tipología de seres, sus veleidades y mediocridades en contraposición a los sueños, es decir, ideas del progreso y del desarrollo humano. Tornados de Piedralisa actualiza las bajas pasiones tan abrumadoras hoy día a escala pueblerina, más bien de la renombrada aldea vanidosa, que no es Macondo ni Comala, es Piedralisa navegando en las aguas de la presa o volando sobre el bagacillo, en esa suerte de realismo mágico que nos emparenta y por eso somos cubanos. La atmósfera de estas páginas fluye a través de descripciones ágiles y un lenguaje accesible, sin que desconozca el diapasón que posibilitan los recursos estilísticos y expresivos. Gascó es abrazado por su sensibilidad, manifestado en un estado anímico mediante, que saca a la luz y desnuda a un narrador personaje con toda la omnisciencia participante y horizontal, alguien que, de una vez y por todas, debe y tiene que creer en el amor. Vale referir el empleo de imágenes refrescantes y hasta muy creativas, mencionemos tan solo una: “El tren era un gusano de hierro dormido en el andén”.
Los tornados de Piedralisa desentierran a sus verdaderos personajes, algunos muy populares; sus vientos son capaces de pronunciar los nombres de quienes existieron y existen aún, sobre el filo de las piedras que decidieron un día apostar por fundar un pueblo. Un pueblo que se resiste a cambiar su mentalidad colectiva, que quiere vivir hacia dentro con una marca que persiste en el tiempo. Los ambientes de la novela son vértebras que se hallan colocadas a la medida de un artista de la plástica, como Manuel, contienen varias perspectivas visuales con significados bien definidos. Baste invocar las líneas y el color que el escritor logra cuando aborda el central azucarero, nada más y nada menos que el ombligo del mundo en Piedralisa, o cuando describe la Empresa de Artes, La Cueva, el Bar Azul, el Caserón, el comedor obrero, la secundaria básica, el Comité de Bomberos, el ferrocarril y su estación de trenes, entre otros sitios neurálgicos.
Aquí los peces y panes están sobriamente repartidos; los cisnes sobrevivientes a su cuello partido, pinceles, paisajes y chimeneas destilan bagacillo en un inacabable lienzo a lo Gascó. Aquí se huele el pan de Luis Joaquín Rodríguez Arias, el tubo de óleo búlgaro o ruso, el mosto, el alcohol en manantiales; aquí se escuchan los fichazos del dominó que opacan el pitazo del central azucarero.
Se dice que en las novelas policíacas, el asesino regresa al lugar donde realizó sus crímenes. Pero, Manuel Romero Gascó no es un asesino consumado al retornar a Piedralisa, perdón, quise decir, Mella. Y si asesinara a alguien, tengan por seguro que lo haría con suficiente pasión, en nombre del amor que lo fundó a sí mismo en un pueblo escarpado de piedras muy lisas. En el orden personal me place sobremanera presentar una novela que bien pudieron escribir y hasta presentarla personajes como Pancho (en quien descansa el puente narrativo), Maritza, Luis el Panadero, Chiringa… o cualquiera de los que vibran entre sus cuartillas.
Se agradece saber que un escritor; quiero decir, un artista de la plástica; quiero decir, el Premio Nacional de Artes Circenses, es capaz de desterrar tornados de la faz de la tierra, no ésos que sacan la caña de azúcar de raíz y hasta los clavos de los raíles y traviesas del ferrocarril, que echan a volar los techos de un batey…Manuel Romero Gascó con las páginas de sus tornados puede expulsar a los demonios que traen las mentalidades de la mezquindad humana. Venga, pues, la lectura necesaria, la que nos depure de todo mal.