A partir de una observación personal, me atrevo a afirmar que la contaminación acústica es una de estas.
Sí, lo digo con toda propiedad teniendo en cuenta su definición: “Es la presencia en el ambiente de ruidos o vibraciones, cualquiera que sea la fuente o emisor acústico que los origine, que implique molestia, riesgo o daño para las personas, para el desarrollo de sus actividades”…
Es muy común, al menos en la ciudad de Santiago de Cuba, encontrarnos con choferes de cualquier tipo de transporte que emplean el claxon para llamar o localizar a una persona, o para advertirle de su presencia, no importa la hora del día ni el lugar; están los que colocan las bocinas amplificadoras en las puertas de las casas y balcones para que el vecindario escuche su música, sin tener en cuenta tampoco las costumbres de cada familia y hasta los gustos musicales.
Merecen un acápite los ruidos producidos por ciertos motores con sus tubos de escape, capaces de advertir su presencia a varios metros de distancia.
Estos son solo algunos ejemplos. Vayamos a algo más específico: la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera que 70 decibeles es el límite máximo de ruido tolerable por el ser humano. Este nivel corresponde al ruido que produce una aspiradora o el tránsito moderado en una avenida. Fíjese que dice ¡moderado!
Sin embargo, también refiere la fuente consultada que el ideal para el descanso y la comunicación es de 55 decibeles, equivalente al murmullo en una biblioteca.
Y bien, aunque la exposición a estos ruidos de manera esporádica molesta, y mucho, el hecho de que sea frecuente sí representa un daño considerable, llegando a afectar la audición.
Si hurgamos en otras consecuencias, encontramos que la contaminación acústica puede provocar estrés, ansiedad y trastornos del sueño, cuando los decibeles en la noche son superiores a 40; problemas cardiovasculares por el riesgo a la hipertensión; dificultades en la concentración y el aprendizaje, y hasta alteración en el comportamiento animal, pues muchas especies dependen del sonido para comunicarse, encontrar alimentos o huir de sus depredadores.
Ante estos argumentos tal vez usted se pregunte: ¿Y entonces?
Pues acá algunas sugerencias: Primero, en los barrios, con la cooperación de todos, se pueden contrarrestar algunas de las conductas mencionadas. Al margen de que muchos prefieren aguantar para no buscarse problemas con nadie. Algo criticable, pues la comunicación es esencial en estos casos.
Comunicación sin violencia.
Lo otro corresponde a las instituciones competentes hacer cumplir las normativas existentes para la regulación del ruido ambiental; controlar el límite del ruido según la actividad que sea, horario y zona; y tal vez hasta señalizar las áreas más sensibles.
A los conductores, recordarles que en el Código de Vialidad y Tránsito vigente se refiere en el artículo 163, acápite 30, que se prohíbe el uso de señales acústicas, salvo para evitar accidentes.
Y en el capítulo III artículo 191, inciso 2 se plantea: “no usar el claxon o aparato similar dentro de la población y zonas de silencio (…) exceptuando los casos en que por peligro, traslado de enfermo, se pida auxilio”.
Los argumentos están claros, lo demás es violación de lo establecido. A buen entendedor pocas palabras bastan.
En el argot popular hay una frase que se emplea: “en mi casa yo hago lo que me da la gana”, pero es bueno agregar lo siguiente: siempre que no afecte al vecino o a la comunidad. Por tanto, no podemos seguir viendo este fenómeno como algo normal.
La tranquilidad, el respeto a nuestros semejantes, es esencial y son aspectos que nos distinguen como seres humanos.