“Llegué a viejo” esa es su frase cuando el almanaque le juega sus trampas, como para justificar esas faltas que llevan implícitas los años vividos. Y levanto mis manos al cielo por permitirle a mi héroe de siempre que llegara a este periodo de la vida.
Hoy no me faltan los buenos recuerdos de su amor, mi padre ha sido imprescindible para mí. Fue quien me enseñó a nadar. Incluso en un verano cogió una insolación porque me negaba a salir del agua y él insistía en no dejarme sola a merced de las olas, aunque yo estuviese en la orilla.
Fue él quien me regaló mi primera flor, quien me hizo entender el mundo de las matemáticas, quien me acercó a los libros y a veces hasta me contaba cómo había conseguido alguno de los más cotizados.
Cuando me bequé no se ausentó ni un fin de semana, cargado de comida, de besos y nostalgias. Con él soñé lo que iba a estudiar y aunque hubiese preferido que yo fuese bioquímica siempre me alentó a luchar por mi vocación, porque “tienes que amar lo que haces, sino el trabajo es un calvario.”
A él le debo mucho de lo que sé, no pocas veces me decía “aprende para que no dependas de nadie”, mientras limpiaba un pescado o mataba un pollo y me explicaba: este es el corazón que se come, esta parte no, porque son los pulmones… era una clase de anatomía necesaria para la vida.
Entendía que la lluvia no impide ir a la escuela o al trabajo porque “no eres de azúcar” y que todos los conocimientos son válidos porque “no pesan en la cabeza”.
Cuando niña, lo llamaba a él en las noches de miedo o para que me acompañara al baño. Era también mi compañero de películas del sábado…
Todos estos recuerdos y otros se me amontonan en el alma cuando lo miro hoy, anciano ya. Y no imagino mi vida sin él, y sin esa pregunta que me ablanda y cambia todos mis planes: “¿Tú vienes hoy?”
Por eso no esperaré un mañana para abrazarlo con fuerzas, para esperar su beso en la frente y decirle cuanto lo quiero. Porque papá, al menos el mío, no pudo ser otro.