Bolívar vino al mundo en 1783, en el seno de una familia criolla de abolengo, pero su vida no fue un cuento de privilegios. Quedó huérfano a temprana edad -su padre murió cuando él tenía dos años y su madre a los nueve-, y su crianza quedó en manos de tutores y maestros que moldearon su carácter. Entre ellos, Simón Rodríguez, el pedagogo visionario que le enseñó a ver más allá de los límites coloniales, y Andrés Bello, quien le inculcó el amor por las letras y las ideas ilustradas. A los 14 años, Bolívar ya vestía el uniforme de cadete en el Batallón de Milicias de Aragua, donde su hoja de servicios destacaba.
La tragedia personal marcó su camino. Tras la muerte de su joven esposa, María Teresa del Toro, en 1803, juró no volver a casarse y dedicó su vida a una causa mayor. En 1805, en el Monte Sacro de Roma, frente a su mentor Rodríguez, pronunció el juramento que resonaría como un trueno en la historia “¡Juro por el Dios de mis padres, juro por mi honor y juro por la Patria, que no daré descanso a mi brazo ni reposo a mi alma hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen!”.
En 1813, lideró la Campaña Admirable, una gesta militar que partió desde Cúcuta y culminó con la entrada triunfal a Caracas. Fue entonces cuando recibió el título de Libertador, un nombre que llevaría como estandarte hasta su último aliento. Pero la lucha no fue fácil. Tras la caída de la Segunda República, el exilio en Jamaica lo llevó a escribir la Carta de Jamaica, un documento visionario donde esbozó su sueño de una América unida, libre y soberana.
Las batallas de Boyacá (1819) y Carabobo (1821) sellaron la independencia de Colombia y Venezuela, respectivamente. El Libertador no solo fue un estratega militar, sino un estadista que fundó la Gran Colombia, una federación que integró a Venezuela, Colombia, Ecuador y Panamá.
El sueño de unidad se resquebrajó por las divisiones internas. “He arado en el mar”, confesó amargamente, viendo cómo su proyecto se desvanecía. Murió el 17 de diciembre de 1830, en Santa Marta, Colombia, pobre y enfermo de tuberculosis, pero su nombre ya estaba grabado en la memoria de América Latina. Hoy, sus restos descansan en el Panteón Nacional de Venezuela, pero su ejemplo perdura en calles, plazas y corazones desde Loja hasta Panamá, donde parques, teatros y murales llevan su nombre.
Bolívar merece ser releído, no como un bronce inalcanzable, sino como el hombre de carne y hueso que creyó que “la patria es América”. En tiempos de crisis mundial y guerras, su llama sigue encendida: quizás, como él mismo dijo, “el destino de un revolucionario es sembrar vientos para que otros cosechen tempestades”.