Han pasado dos años y nueve meses de la Covid-19, en la que se escuchaba la ausencia indeleble de los beneficios de un curso presencial. Ahora hay aulas, lápices, libretas abiertas y un profesor, que después de la tormenta trajo la calma, premiando el esfuerzo de aquellos que vencieron con sacrificio.
Hoy se cierra un capítulo y se abre otro, nuevamente filas de estudiantes se forjan con las manos del buen oficio de enseñar. Honor a quien honor merece, dijo nuestro apóstol. No todos lo merecen, sin embargo, son muchos los ganadores del respeto y la lealtad de sus estudiantes.
Ser maestro es dibujar sonrisas, es práctica de la paciencia y en muchos casos es amor. Es un amor desinteresado que teje una amalgama de sabor agridulce, aunque más dulce, en su labor de despertar conciencias.
Los libros hoy se destiñen de aquel color oscuro y se abren al compás de una voz ya conocida, las sillas y las mesas se llenan de un canto que repite las frases cultas de un maestro, las escuelas, más que nunca, le dan la bienvenida a esa voz y en las aulas vacías que habían antes se escucha el bullicio de una nueva palabra.
Hace dos días ya, que el gremio que forma, que formó y que formará a un estudiantado de conocimiento y entrega, está en Jornada, celebrando a un ministerio de genuina vocación.
“Educar es depositar en el hombre toda la obra humana que le ha antecedido; es hacer a cada hombre resumen del mundo viviente… ponerlo a nivel de su tiempo… preparar al hombre para la vida”. “Educar es dar al hombre las llaves del mundo, que son la independencia y el amor, y prepararle las fuerzas para que lo recorra por sí, con el paso alegre de los hombres naturales y libres”, José Martí.